miércoles, 19 de noviembre de 2014

Diario de Expedición Antártica

30 de Enero 

Día 99

El capitán no ha vuelto. Salió hace más de 6 horas a enterrar lo que pudimos recuperar del cadáver de Stevenson con el objetivo de prevenir el contagio, pero a estas alturas ya no albergo esperanza alguna de su regreso. Y menos aún desde que empecé a escuchar ese repiqueteo en la puerta de la estación, que es ya un martilleo grave y constante que hace temblar las paredes.

No me queda munición, y aunque la tuviera, sé que las armas de fuego tampoco me protegerían, como no pudieron proteger al bueno de Pym ni a ninguno de los otros exploradores que hicieron el hallazgo. La gasolina del generador se acabó hace horas. Mi única esperanza es morir congelado antes de que consigan derribar la puerta.

Ojalá alguien encuentre estas páginas y no las tome por los desvaríos de un loco. Ojalá quien las encuentre las dé a conocer al mundo antes de que sea demasiado tarde. Y si se pierden en el olvido... ¡que Dios se apiade de la humanidad!
Tal vez sea la edad, tal vez la kryptonita...


miércoles, 25 de junio de 2014

El blues del pescador

El empleado alzó la vista del papel. Una sonrisa de tiburón le observaba afable, con afabilidad de tiburón, al otro lado de la mesa.

Era una pequeña y aséptica sala de reuniones, con paredes de cristal esmerilado y una mesa redonda para cuatro personas, de esas que se encuentran en la sección de mobiliario de oficina del catalogo anual de Ikea, presidida por un teléfono en el que una pequeña luz amarilla parpadeaba con inútil ahínco. El sol perezoso de la tarde se colaba por los ventanales fijos, destacando el fondo blanco de los dos folios, iguales pero enfrentados, que reposaban delante de cada una de las dos personas sentadas en la mesa, igualmente enfrentadas.

Aunque ya los habían leído y repasado de sobra durante la hora que llevaban de reunión, el empleado volvió a revisar su copia del documento. En la esquina superior izquierda el logotipo de la empresa destacaba en azul. “Balance anual de Empleado”, se leía en el centro con tipografía estándar y justo debajo, en letras algo más pequeñas, aparecía su nombre.

–Bien –dijo la sonrisa de tiburón--, he de decirte que estamos tremendamente satisfechos contigo. No solo has cumplido todas nuestras expectativas, si no que las has sobrepasado con creces. Quiero que seas consciente de que esperamos que seas uno de nuestros pilares básicos durante los próximos años.

La sonrisa de tiburón se ensanchó aun más. Cualquiera que no hubiera estado allí antes, cualquiera que no conociera los dientes afilados tras esa sonrisa, lo tomaría por un hombre simpático. O al menos todo lo simpático que puede ser un hombre con traje, corbata y maletín. Pero el empleado lo conocía bien. Llevaba mucho tiempo nadando en las aguas empresariales y había visto esa sonrisa mutar en dentelladas las suficientes veces como para aprender a desconfiar de ella. Y, con el tiempo, también había aprendido a identificar la oscuridad en el fondo de sus pupilas. La misma oscuridad vacía que tenían los ojos de cualquier tiburón, que no siente compasión ni pena por la presa que devora, porque es su naturaleza de depredador. Porque solo hace su trabajo. Igual que la persona que tenía en frente solo hacía su trabajo cada vez que firmaba el despido de algún padre de familia.

A pesar de todo, el empleado siguió el juego, y puso también su mejor sonrisa de pececillo alegre por ser amigo del tiburón.

—Gracias. Estoy encantando de un balance tan positivo y de que tengáis tan buen concepto de mí –dijo sinceramente—. Y espero seguir así muchos años más —mintió—. ¡Aunque espero que tanta satisfacción tenga su reflejo en la nómina a final de mes! —añadió con una franca sonrisa.

Podría ser un pececillo, pero también tenía dientes, y necesitaba comer. Y no pensaba dejar escapar su parte de la presa.

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El sol calentaba la hierba verde de la colina. No hacía tanto calor como en la maldita sala de reuniones con sus cristales “efecto lupa”, pero aun así se aflojó la corbata, se dio dos vueltas a cada puño de la camisa, y dejó que la brisa que peinaba la hierba le acariciara también los brazos.

Tras unos cuantos pasos más, llego al pino piñonero que, solitario, como un faro en medio del campo, dominaba la loma, y se sentó bajo él utilizando una roca plana como banqueta. Debido a la sombra del árbol, la hierba raleaba en ese punto. Apenas a 200 metros, justo al pie de la pequeña colina, se alzaba la mole de hormigón y cristal de la que había salido hacía apenas unos minutos, tras su pequeña danza de escualos con maletín. Y delante de esta, la avenida que cruzaba el parque empresarial dibujaba un río gris que serpenteaba entre las distintas lomas y colinas del entorno, ensanchándose en rotondas con islotes verdes de cuando en cuando, con su ribera salpicada de modernos edificios de cristales espejados, hasta desembocar en una enorme autopista tras un meandro a la izquierda. Detrás de los edificios, y en los huecos que aún no se habían aprovechado para zonas de parking, había pequeños bosques de pinos, zonas de hierba que en primavera verdeaba y en otoño se tornaban ocres, y hasta un pequeño riachuelo con rocas musgosas que apenas se atisbaba entre la frondosidad de los pinos que lo resguardaba.

Aquél paisaje siempre le hacía pensar en que algún concejal de urbanismo había considerado aquella zona demasiado hermosa para estar tan cerca de una gran urbe y que, como un niño que juega con Lego o monta un Belén en navidad, había dejado caer edificios de oficinas aquí y allá para divertirse. O lo que es lo mismo en términos políticos: cobrar su comisión.

Pero por eso estaba ahí, bajo el pino, sentado en su roca. Porque aquél paisaje le hacía pensar. Le daba ideas. Y eso era lo que necesitaba en ese momento: pensar. Solo tenía que quedarse allí y sabía que cualquier pequeña circunstancia en el entorno le daría la pieza que le faltaba en su puzzle de pensamientos. Le haría ver con claridad cualquier cosa que en ese momento le parecía borroso.

Aún ahí sentado, las palabras que el gran tiburón blanco había pronunciado en la reunión resonaban en su cabeza. “Pilar básico”, “tremendamente satisfechos”, “sobrepasado expectativas”, “pilar básico”, “tremendamente satisfechos”, “sobrepasado expectativas”. Una y otra vez. Y también una cifra. Una cantidad de euros. Una cantidad que no esperaba. Eran esas palabras y esa cifra las que le habían llevado allí arriba. Y eran esas palabras y esa cifra las que tenía que traducir desde el idioma de los depredadores al suyo propio.

Su mirada percibió algo moviéndose por uno de los bordes de la avenida, junto a la fila de coches aparcados. Una chica vestida con una llamativa camiseta fucsia corría en dirección ascendente. Aún a lo lejos, y a pesar de que la pendiente no era demasiado pronunciada, se notaba el esfuerzo que le estaba costando subir. Una coleta rubia se balanceaba graciosamente tras su cabeza, marcando el paso. Y pensó en todas las mañanas que había recorrido esa avenida y subido esa ligera pendiente.

Pensó en todas las veces que, aun simplemente andando, recorrer aquella cuesta hasta el edificio de oficinas desde el coche le parecía un trayecto interminable. En como una garra le atenazaba el pecho por las mañanas y tiraba de él en dirección contraria. En cuantas veces el simple hecho de atravesar las puertas le había parecido un triunfo. Y en cuantas veces el volver a casa le había parecido un alivio. Pero bueno, aquello fue al principio, cuando aun no sabía que estaba nadando entre tiburones y le caían dentelladas por todas partes sin saber de dónde venían.

Más tarde se acostumbró. Se dio cuenta de que, aun pareciendo un pececito más, él también sabía morder, aunque no le gustara demasiado. Y de que, sobre todo, sabía nadar y escurrirse entre las mordeduras. Había aprendido a no ser una presa en medio del océano. Se acostumbró hasta el punto de subir aquella cuesta cada día con más alegría, primero pasando desapercibido y luego, poco a poco, subiendo puestos en la pirámide alimenticia, hasta conseguir mirarlos a los ojos sin miedo, hasta llegar a ser uno más. Y había sobrevivido. Se había adaptado.

“Pilar básico”, “tremendamente satisfechos”, “sobrepasado expectativas”. El eco seguía retumbando en su cabeza, con misma cadencia que la coleta de la corredora rubia, y se dio cuenta de lo que esas palabras querían decir. Volvió a pensar en la cifra que le habían ofrecido, y en cómo ésta refrendaba dicho significado.

Le estaban ofreciendo ser un tiburón más de la manada. Pasar a formar parte oficialmente del grupo de depredadores. Estaban admitiendo que se había ganado su sitio entre ellos, entre la élite, y debía decidir si adoptaba para sí mismo la sonrisa afilada y la oscuridad en el fondo de sus ojos, o si prefería seguir siendo un pez más en el mar, a merced de cualquier depredador.

Miró otra vez a la corredora anónima en su batalla contra la corriente de asfalto. Miró al cielo, azul y despejado, y el sol de la tarde le deslumbró. Aún a la sombra, notaba su calor y lo agradecía, porque ahuyentaba de su cuerpo el frío que le daba el aire acondicionado de la oficina. El frío del océano.

Y en ese momento supo lo que quería hacer.

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Sentado de nuevo en su mesa, agitó el ratón y conectó el monitor de su PC hasta que este se iluminó, despertando perezosamente de su descanso. Sin pararse a mirar los 25 correos electrónicos pendientes, arrastró el puntero hasta el botón de “Redactar nuevo” y escribió:

Estimado director de RR.HH.,

Por la presente, le comunico mi dimisión inmediata de mi puesto de trabajo actual y mi renuncia a cualquier otro puesto en esta empresa.

Me he cansado de nadar. No quiero ser un tiburón. No quiero ser una presa. Solo quiero empujar al mar mi barca, echando mis redes al mar cuando necesite algo de él y disfrutando del calor del sol, remando tranquilamente hasta mi destino.

Sinceramente suyo,

Un pescador.

Ya de pie, con la americana en la mano y la corbata en un bolsillo, hizo click en el botón de enviar, se dio la vuelta y se marchó. No esperó a recibir confirmación del envío. No se despidió de nadie. Ni siquiera se acordó de su maletín. Sabía que nunca más le haría falta.

viernes, 16 de mayo de 2014

Y los recuerdos al aire me besan la cara,
solo recuerdo lo bueno, de lo malo nada,
aun queda tiempo pal viento, vaya donde vaya,
y que me lleve volando, a tocar a otra guitarra...


jueves, 30 de enero de 2014

Up

Cansado del peso de la oscuridad, esbozó una sonrisa que ahuyentó al monstruo del miedo: su carcelero en aquel pozo durante tanto tiempo. Y con esa sonrisa por bandera, empezó a trepar hacia la luz.