El empleado alzó la vista del
papel. Una sonrisa de tiburón le observaba afable, con afabilidad de tiburón,
al otro lado de la mesa.
Era una pequeña y aséptica sala
de reuniones, con paredes de cristal esmerilado y una mesa redonda para cuatro
personas, de esas que se encuentran en la sección de mobiliario de oficina del
catalogo anual de Ikea, presidida por un teléfono en el que una pequeña luz
amarilla parpadeaba con inútil ahínco. El sol perezoso de la tarde se colaba
por los ventanales fijos, destacando el fondo blanco de los dos folios, iguales
pero enfrentados, que reposaban delante de cada una de las dos
personas sentadas en la mesa, igualmente enfrentadas.
Aunque ya los habían leído y
repasado de sobra durante la hora que llevaban de reunión, el empleado volvió a
revisar su copia del documento. En la esquina superior izquierda el logotipo de la
empresa destacaba en azul. “Balance anual de Empleado”, se leía en el centro
con tipografía estándar y justo debajo, en letras algo más pequeñas, aparecía
su nombre.
–Bien –dijo la sonrisa de
tiburón--, he de decirte que estamos tremendamente satisfechos contigo. No solo
has cumplido todas nuestras expectativas, si no que las has sobrepasado con
creces. Quiero que seas consciente de que esperamos que seas uno de nuestros
pilares básicos durante los próximos años.
La sonrisa de tiburón se ensanchó
aun más. Cualquiera que no hubiera estado allí antes, cualquiera que no
conociera los dientes afilados tras esa sonrisa, lo tomaría por un hombre simpático.
O al menos todo lo simpático que puede ser un hombre con traje, corbata y
maletín. Pero el empleado lo conocía bien. Llevaba mucho tiempo nadando en las
aguas empresariales y había visto esa sonrisa mutar en dentelladas las
suficientes veces como para aprender a desconfiar de ella. Y, con el tiempo,
también había aprendido a identificar la oscuridad en el fondo de sus pupilas.
La misma oscuridad vacía que tenían los ojos de cualquier tiburón, que no
siente compasión ni pena por la presa que devora, porque es su naturaleza de
depredador. Porque solo hace su trabajo. Igual que la persona que tenía en
frente solo hacía su trabajo cada vez que firmaba el despido de algún padre de
familia.
A pesar de todo, el empleado siguió
el juego, y puso también su mejor sonrisa de pececillo alegre por ser amigo del
tiburón.
—Gracias. Estoy encantando de un
balance tan positivo y de que tengáis tan buen concepto de mí –dijo
sinceramente—. Y espero seguir así muchos años más —mintió—. ¡Aunque espero que
tanta satisfacción tenga su reflejo en la nómina a final de mes! —añadió con una franca sonrisa.
Podría ser un pececillo, pero también
tenía dientes, y necesitaba comer. Y no pensaba dejar escapar su parte de la
presa.
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El sol calentaba la hierba verde
de la colina. No hacía tanto calor como en la maldita sala de reuniones con sus
cristales “efecto lupa”, pero aun así se aflojó la corbata, se dio dos vueltas a cada puño de la
camisa, y dejó que la brisa que peinaba la hierba le acariciara también los brazos.
Tras unos cuantos pasos más,
llego al pino piñonero que, solitario, como un faro en medio del campo,
dominaba la loma, y se sentó bajo él utilizando una roca plana como banqueta. Debido
a la sombra del árbol, la hierba raleaba en ese punto. Apenas a 200 metros,
justo al pie de la pequeña colina, se alzaba la mole de hormigón y cristal de
la que había salido hacía apenas unos minutos, tras su pequeña danza de
escualos con maletín. Y delante de esta, la avenida que cruzaba el parque empresarial
dibujaba un río gris que serpenteaba entre las distintas lomas y colinas del
entorno, ensanchándose en rotondas con islotes verdes de cuando en cuando, con
su ribera salpicada de modernos edificios de cristales espejados, hasta
desembocar en una enorme autopista tras un meandro a la izquierda. Detrás de
los edificios, y en los huecos que aún no se habían aprovechado para zonas de
parking, había pequeños bosques de pinos, zonas de hierba que en primavera
verdeaba y en otoño se tornaban ocres, y hasta un pequeño riachuelo
con rocas musgosas que apenas se atisbaba entre la frondosidad de los pinos que
lo resguardaba.
Aquél paisaje siempre le hacía
pensar en que algún concejal de urbanismo había considerado aquella zona
demasiado hermosa para estar tan cerca de una gran urbe y que, como un niño que
juega con Lego o monta un Belén en navidad, había dejado caer edificios de
oficinas aquí y allá para divertirse. O lo que es lo mismo en términos
políticos: cobrar su comisión.
Pero por eso estaba ahí, bajo el
pino, sentado en su roca. Porque aquél paisaje le hacía pensar. Le daba ideas. Y eso era lo que necesitaba en ese momento: pensar. Solo tenía que quedarse allí y sabía que
cualquier pequeña circunstancia en el entorno le daría la pieza que le faltaba en su puzzle de pensamientos. Le haría ver con claridad cualquier cosa que
en ese momento le parecía borroso.
Aún ahí sentado, las palabras que el gran tiburón
blanco había pronunciado en la reunión resonaban en su cabeza. “Pilar básico”,
“tremendamente satisfechos”, “sobrepasado expectativas”, “pilar básico”,
“tremendamente satisfechos”, “sobrepasado expectativas”. Una y otra vez. Y
también una cifra. Una cantidad de euros. Una cantidad que no esperaba. Eran
esas palabras y esa cifra las que le habían llevado allí arriba. Y eran esas
palabras y esa cifra las que tenía que traducir desde el idioma de los
depredadores al suyo propio.
Su mirada percibió algo
moviéndose por uno de los bordes de la avenida, junto a la fila de coches
aparcados. Una chica vestida con una llamativa camiseta fucsia corría en
dirección ascendente. Aún a lo lejos, y a pesar de que la pendiente no era
demasiado pronunciada, se notaba el esfuerzo que le estaba costando subir. Una coleta rubia
se balanceaba graciosamente tras su cabeza, marcando el paso. Y pensó en todas
las mañanas que había recorrido esa avenida y subido esa ligera pendiente.
Pensó en todas las veces que, aun
simplemente andando, recorrer aquella cuesta hasta
el edificio de oficinas desde el coche le parecía un trayecto interminable. En
como una garra le atenazaba el pecho por las mañanas y tiraba de él en dirección
contraria. En cuantas veces el simple hecho de atravesar las puertas le había
parecido un triunfo. Y en cuantas veces el volver a casa le había parecido un
alivio. Pero bueno, aquello fue al principio, cuando aun no sabía que estaba
nadando entre tiburones y le caían dentelladas por todas partes sin saber de
dónde venían.
Más tarde se acostumbró. Se dio
cuenta de que, aun pareciendo un pececito más, él también sabía morder, aunque no le gustara demasiado. Y de que,
sobre todo, sabía nadar y escurrirse entre las mordeduras. Había aprendido a no
ser una presa en medio del océano. Se acostumbró hasta el punto de subir aquella
cuesta cada día con más alegría, primero pasando desapercibido y luego, poco a
poco, subiendo puestos en la pirámide alimenticia, hasta conseguir mirarlos a los
ojos sin miedo, hasta llegar a ser uno más. Y había sobrevivido. Se había
adaptado.
“Pilar básico”, “tremendamente
satisfechos”, “sobrepasado expectativas”. El eco seguía retumbando en su
cabeza, con misma cadencia que la coleta de la corredora rubia, y se dio cuenta
de lo que esas palabras querían decir. Volvió a pensar en la cifra que le
habían ofrecido, y en cómo ésta refrendaba dicho significado.
Le estaban ofreciendo ser un
tiburón más de la manada. Pasar a formar parte oficialmente del grupo de
depredadores. Estaban admitiendo que se había ganado su sitio entre ellos,
entre la élite, y debía decidir si adoptaba para sí mismo la sonrisa afilada y
la oscuridad en el fondo de sus ojos, o si prefería seguir siendo un pez más en
el mar, a merced de cualquier depredador.
Miró otra vez a la corredora
anónima en su batalla contra la corriente de asfalto. Miró al cielo, azul y
despejado, y el sol de la tarde le deslumbró. Aún a la sombra, notaba su calor
y lo agradecía, porque ahuyentaba de su cuerpo el frío que le daba el aire acondicionado
de la oficina. El frío del océano.
Y en ese momento supo lo que
quería hacer.
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Sentado de nuevo en su mesa,
agitó el ratón y conectó el monitor de su PC hasta que este se iluminó, despertando
perezosamente de su descanso. Sin pararse a mirar los 25 correos electrónicos
pendientes, arrastró el puntero hasta el botón de “Redactar nuevo” y escribió:
Estimado director de RR.HH.,
Por la presente, le comunico mi dimisión inmediata de mi puesto de
trabajo actual y mi renuncia a cualquier otro puesto en esta empresa.
Me he cansado de nadar. No quiero ser un tiburón. No quiero ser una
presa. Solo quiero empujar al mar mi barca, echando mis redes al mar cuando
necesite algo de él y disfrutando del calor del sol, remando tranquilamente
hasta mi destino.
Sinceramente suyo,
Un pescador.
Ya de pie, con la americana en la mano y la corbata en un bolsillo, hizo click en el botón de enviar, se dio la vuelta y se marchó. No esperó a recibir confirmación del envío. No se despidió de nadie. Ni siquiera se acordó de su maletín. Sabía que nunca más le haría falta.
Ya de pie, con la americana en la mano y la corbata en un bolsillo, hizo click en el botón de enviar, se dio la vuelta y se marchó. No esperó a recibir confirmación del envío. No se despidió de nadie. Ni siquiera se acordó de su maletín. Sabía que nunca más le haría falta.
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