Sentado en la vía del tren, como Otis Redding en el muelle de la bahía.
Esperando.
Esperando.
Esperando.
Esperando.
Pero no hay olas en este mar de asfalto insalubre. Ni una brisa de viento que empuje las velas de los trenes que no pasan. Que ya no vuelan sobre maderos e hierros. Que ya ni siquiera se arrastran, como se arrastra un crucerista aborregado entre ruinas romanas de cualquier ciudad portuaria. Si acaso resuena un lejano eco de los trenes que pasaron, pero se pierde entre los árboles de las montañas y es cada vez más tenue.
Sentado. Esperando. Mirando al cielo. Que, como leí en un lugar hermoso, vuela sobre nuestras cabezas, observando impasible, sin juicios ni sentencias.
Y qué más da. La espera. La vía. Los trenes. Las olas. El viento. El cielo. Qué mas da.
Si me late el corazón, y tengo aire para respirar. Si tengo manos para construir y pies para no huir. Si tengo ojos para reír y boca para callar.
Si estoy vivo.
Sí, estoy vivo.
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